Si todas las cosas tuviesen nombre,
si pudiera pasearse entre las pasiones
como por un jardín botánico,
separarlas como quien aísla proteínas en una centrífuga
o quien hace una autopsia;
si todas las cosas tuvieran forma,
tamaño,
lugar,
tiempo…
Entonces, quizá, no dolerías tanto.
Yo podría recogerte en algún punto,
hacerte sólida,
secarme.
Cambiar las sábanas.
Tender la ropa.
Si todas las cosas tuviesen nombre y tiempo y forma y tamaño y lugar,
y el eco de ti fuese eco de ti,
y el ayer contigo fuera ayer,
y tu sombra fuese sombra sujeta
al ángulo de incidencia de la luz;
entonces quizá podría buscarte un sitio,
hacerte una estatua, incluso,
o ponerle tu nombre a alguna calle.
Prometería visitarte en las tardes lluviosas,
algunas primaveras,
los domingos.
Luego podría amueblar la casa,
comprar unas flores para el balcón,
pasear silbando por los parques,
escuchar el fútbol en la radio,
ir al cine o al teatro,
tomar café con los amigos,
leer libros de poesía en la parada del bus,
prepararme la cena a deshoras,
quedarme dormido un lunes y llegar tarde al trabajo,
mirar sin buscarle nombres a las cosas.