“Para vivir un año es necesario,
morirse muchas veces mucho”
Ángel González
Puede que tú seas –no lo sé-
de las que alumbran años con promesas quemadas,
de las que tapan la sangre con tangas rojos,
de las que estrenan.
Puede que yo sea una aguja vieja -de brújula, de jeringuilla, de reloj; vieja-,
un agujero.
Admito ser de los que se abren las heridas con la vajilla de los domingos,
de los que esperan.
Pero nunca soy un año el mismo día.
Es posible –apenas, posible-
que pase el tiempo y no pase nada,
que pasemos, en definitiva -¿qué es un año a fin de cuentas?-,
y que todos los mañanas sean ayeres televisados
inundando un tresillo sembrado de desdenes con espinas.
Pero tú nunca te conformes.
Porque debes saber –es importante-
que he asfaltado acantilados antes
para poder mirarte a golpe de miedo civilizado,
que para deglutir cada derrumbe pendiente
he roto ya cien veces todas tus palabras
y se me quejan las sílabas huérfanas de inventarte,
que te he visto descalzar los días con mimo,
deslizar los calcetines de colores hasta el talón y tirar luego de la punta,
tan delicada -¡qué talento tienes para no dar de sí la tela!-,
que hago balances de los silencios de tus dudas –no balances anuales, balances-
y están mis dedos anoréxicos contando siempre futuros perdidos,
restando tiempos tasados en centímetros robados de tu pelo;
soñando.