El hielo ha roto aguas
en Siberia,
y ha parido un mamut
perfectamente conservado.
Misha lo ha llamado babushka
y le ha acariciado una pata
con sus dedos de garabato.
Yo he preferido tomar distancia
y ahora peso largo sobre el frío
como los cuartos traseros de un cordero
en el mostrador de una carnicería.
Estoy aquí bocarriba,
congelándome,
y pienso cosas un poco tontas
seguramente.
Pienso en el avión que pasa
y en su tripulación ignorando
las cicatrices blancas que le hace al cielo;
y pienso en por qué es azul, el cielo,
en si alguien me ha enseñado a verlo así
o en si tendrá el mismo tono al final de todas las miradas.
Pienso también en el mamut.
Seguro que hace no mucho uno podía adivinarlo entre el hielo,
justo detrás de su propio reflejo.
Y sin embargo ahora está ahí,
inmediato,
al alcance de los dedos rechonchos de Misha.
Pienso en todo esto y me asusto.
Quizá yo también esté así un día,
desprovisto de mi armadura de hielo,
desnudo,
sitiado por mañanas derretidos y memoria líquida,
clavado en un barrizal de frases hechas
y buenos modales.
¿Por qué no habría de pasarme?
Al fin y al cabo el tiempo es una hoguera.
Podría ser que entonces alguien me mirase,
así todo blanco y fláccido y sin dientes y sin pelo,
privado del maquillaje de su reflejo,
y viese solo los cuartos traseros de un cordero
en el mostrador de una carnicería.
Puede que después de tanto tiempo y tanto frío
el destino apenas fuera
ser comida para perros.
Pero seguramente todo esto sean solo
cosas un poco tontas,
desvaríos de un pobre idiota,
y lo único importante habite en los dedos rollizos de Misha
que ahora tiran de mi pelo y señalan insistentes
la grupa del mamut.